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La huerta grande

«Tarde, siempre tarde» Javier Alonso

9 abril, 2020

(Galilea, en algún lugar cerca del lago de Genesaret, hacia el año 28 d. C.)

 

Como todas las mañanas, Eleazar entró en casa de su amigo Caleb para ir juntos a la escuela donde estudiaban la ley judía bajo la atenta mirada del rabino Baruj. Y, como todas las mañanas, Eleazar se encontró con que su amigo todavía no se había levantado de la cama.

—¡Vaya! ¡Qué extraño! Caleb durmiendo en lugar de estar ya preparado. Hoy no nos libramos de un buen castigo de rabí Baruj. Ya sabes que no le gusta nada que lleguemos tarde.

—Tranquilo —dijo Caleb entre bostezos—. Seguro que llegamos a tiempo. Me visto y nos vamos.

Mientras caminaban hacia la escuela, Caleb fue mordisqueando un pedazo de pan y un trozo de queso de cabra. Nunca le daba tiempo a desayunar, y al final siempre llegaba a la yeshivá todavía con comida en la boca y migas de pan en la ropa. Normalmente, Eleazar aprovechaba para hablar mientras Caleb comía. Le contaba qué había hecho el día anterior, a quién habían molestado últimamente los soldados romanos o los últimos cotilleos de la aldea. Pero aquella mañana era diferente. Eleazar caminaba sin abrir la boca, perdido en sus pensamientos.

—¿Te pasa algo? —preguntó Caleb—. No estarás enfadado conmigo ¿no? Ya sabes que soy un poco perezoso y siempre llego tarde, pero soy el mejor amigo que jamás tendrás en la vida —rió.

—No, no es eso —respondió Eleazar sin mirar a Caleb—. Es que…

—Es que ¿qué? —repitió Caleb—. ¡Vamos! Cuéntaselo a tu amigo Caleb. ¿Te has enamorado? ¿Le han robado las cabras a tu padre? ¿Has descubierto que preferirías ser romano, y no judío? ¡Ja, ja! No será tan grave…

—Verás —Eleazar hizo una pausa. Parecía dudar si contárselo o no. Al final, decidió que, puesto que era su amigo, debería ser el primero en saberlo—. Ayer estuve en Caná, en la boda de mi prima Raquel, creo que te dije que iba a ir, ¿no? —Caleb asintió con la cabeza, pero no dijo nada porque se había metido un enorme trozo de pan en la boca—. Pues bien, durante la celebración del banquete, los invitados se bebieron todo el vino y antes de llegar a los postres ya no había. Eso pasa por invitar a tanta gente. El caso es que los padres de Raquel se pusieron muy nerviosos. Ya no quedaba vino, y temieron que todo el mundo les criticaría por ofrecer un banquete escaso y mal servido.

—Siempre ocurre lo mismo —comentó Caleb mientras se le caían las migas por la comisura de los labios—. En la boda de mi hermano también se acabó el vino. Parece que, antes de ir, la gente no come ni bebe nada para luego poder zamparse todo lo que le pongan en el banquete.

—Ya, pero esta vez ocurrió algo diferente —continuó Eleazar—. Entre los invitados estaba una mujer, María, y su hijo, un tal Jesús. No sé exactamente qué ocurrió, pero ese Jesús ordenó que le trajera las tinajas vacías y que las llenasen de agua. Al poco tiempo, todo el mundo estaba bebiendo vino en abundancia y de mejor calidad que el anterior. Hubo quien dijo que Jesús había hecho un milagro. No sé qué paso, pero allí ocurrió algo muy extraño.

—¡Vaya! ¿Un milagro, dices? ¿Estás seguro? ¿Y quién es ese Jesús? ¿Es un mago? ¿Tú le conocías? Me gustaría verle.

—No, no lo conozco personalmente. En la boda me contaron que es un joven rabino de Nazaret, y que va de un lugar a otro hablando a la gente y haciendo cosas extraordinarias. Al parecer, tiene un grupo de seguidores que va con él a todas partes. Debe de ser alguien especial…

—¿Y no podríamos ir a verlo cuando hable a la gente? Me gustaría ver si vuelve a convertir el agua en vino. Ya sabes lo que me gusta —Caleb le hizo un guiño a Eleazar.

—Supongo que sí —respondió Eleazar—. Me han dicho que dentro de dos días estará en el monte que hay a una hora de camino de nuestro pueblo. ¿Tú me acompañarías?

 

Pasados los dos días, Eleazar se presentó de nuevo en casa de Caleb. Estaba nervioso por poder volver a ver a aquel hombre, Jesús, y comprobar que, efectivamente, era alguien muy especial. Y, como siempre, Caleb estaba durmiendo. Se había acostado muy tarde la noche anterior, y le costó mucho levantarse. Luego, como de costumbre, caminaron mientras Caleb desayunaba.

Antes de llegar a la ladera del monte, los dos amigos comenzaron a cruzarse con gente que regresaba a sus casas. Iban charlando animadamente, comentando lo que habían visto. A medida que se acercaban, eran más los que iban en dirección contraria.

—Creo que hemos llegado tarde —se lamentó Eleazar, aunque no le hizo ningún reproche a su amigo.

—Ya se ha marchado, muchachos. Tendríais que haber madrugado más —les dijo un hombre con una gran barba blanca. No se conocían, pero pareció adivinar lo que había ocurrido.

—¿Ha hablado Jesús? ¿Qué ha dicho? ¿Ha hecho algún milagro? —las preguntas salían de la boca de Eleazar sin dar tiempo al anciano a responder.

—¡Oh, sí, ha hablado ese Jesús! —sonrió el anciano—.Y ha sido algo extraordinario. Nos ha dicho que benditos sean los mansos, porque ellos heredarán la tierra, y también los puros de corazón, porque verán a Dios; y los que son perseguidos por la justicia, porque el reino de Dios será suyo. Y otras muchas cosas. Ha hablado un buen rato, y luego se ha ido con sus seguidores.

—¿Ya no está aquí? —preguntó Caleb, un poco disgustado porque por su culpa su amigo no había podido llegar a tiempo.

—No, muchachos. Otra vez será.

 

No pasó mucho tiempo antes de que Eleazar volviera a tener noticias de Jesús. Una mañana se enteró de que estaba cerca de Cafarnaúm, a orillas del lago de Genesaret. Al parecer, llevaba ya tres días allí predicando a los que acudían a escucharlo, y algunos contaban que también había curado a muchos enfermos.

—¡Caleb! ¡Caleb! ¡Rápido, levántate! ¡Ya sé donde está Jesús! —Esta vez, Eleazar sacudió para que se espabilase cuanto antes.

—¡Por Dios, Eleazar! ¡Es muy temprano! Déjame dormir un poco más. Ayer me acosté tardísimo —y se dio la vuelta para seguir durmiendo.

A Eleazar le llevó un buen rato poner a Caleb en pie, y luego, como de costumbre, tuvo que esperar a que se asease, se vistiese y se preparase algo para comer durante el camino. Se pusieron en marcha casi a mediodía, y quedaba un largo camino hasta Cafarnaúm.

Cuando todavía no se divisaban las orillas del lago de Genesaret ni las casas de Cafarnaúm, los dos amigos comenzaron a percibir un fuerte olor. Era un olor agradable, a pescado a la parrilla. Llevaban ya más de tres horas caminando y tenían hambre, así que aquel aroma fue como una promesa de la recompensa que les esperaba al final del camino.

—Huele bien, ¿verdad, Eleazar? —comentó Caleb—. Quizás tengamos suerte y alguien nos ofrezca un buen bocado.

—Ya veremos —respondió su amigo—. Pero lo primero es ver a Jesús.

Pasado un buen rato, divisaron un gran llano que se extendía entre la vía romana que conducía al norte y Cafarnaúm. El olor a pescado era cada vez más intenso, pero allí no había prácticamente nadie. Cuando llegaron, vieron que el suelo estaba cubierto de restos de comida, sobre todo de pan y pescado, muchas espinas y cabezas de peces. Allí se había celebrado un gran banquete, pero los únicos que comían ahora eran los pájaros y decenas de gatos salvajes que se estaban dando un festín.

—Os habéis perdido algo increíble —dijo una voz a las espaldas de los dos amigos. Cuando se dieron la vuelta, vieron a una mujer con un niño en brazos.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Eleazar.

—Ese rabí, Jesús, había reunido a miles de personas en esta llanura —les contó la mujer—. Y no sé cómo lo ha hecho, pero, después de hablar, ha dado de comer a todo el mundo. Hemos comido pan y pescado hasta hartarnos. Si os acercáis a aquel grupo de allí —dijo, señalando a unos hombres que estaban debajo de un árbol— quizás todavía os puedan ofrecer algo de lo que haya sobrado.

—¿Y Jesús? ¿Dónde está? —Eleazar comenzaba a temerse lo peor—. ¿Sigue por aquí?

—No. Todavía estábamos comiendo cuando una barca lo recogió en la orilla y se marchó con sus discípulos. A estas horas puede estar en cualquier lugar a orillas del lago de Genesaret.

Eleazar no podía creer que tuviera tan mala suerte. Por segunda vez Jesús se había marchado antes de que pudieran escuchar sus palabras. El camino de vuelta a casa fue bastante triste. Los dos amigos apenas hablaron. Cuando se despidieron, Caleb dio a Eleazar una palmada en la espalda que tuvo el aroma de una disculpa.

—Seguro que hay otra oportunidad. La próxima vez llegaremos a tiempo de escuchar a ese Jesús.

—Ya. La próxima vez… —contestó Eleazar.

 

Pero aquella próxima vez no llegó nunca. Por lo que pudo averiguar Eleazar, Jesús había estado viajando de un lugar a otro, a veces bastante lejos del lago de Genesaret. De vez en cuando llegaban noticias. Unos decían que realizaba curaciones, otros que se juntaba con pecadores y que ni siquiera le importaba comer en la misma mesa. Había quien contaba que anunciaba el reino de Dios a través de historias de reyes o de campesinos. Pero Eleazar nunca se olvidó de las oportunidades perdidas, de la muchedumbre que había escuchado su gran discurso en el monte, y de aquella comida a base de panes y peces. Quién sabe si algún día conseguiría verlo.

 

Pasaron dos años y, como ocurría cada vez que se acercaba la fiesta de Pascua, todos los judíos prepararon sus bolsas de viaje y se dirigieron al sur, a Jerusalén, donde, según los mandamientos de su ley, debían celebrar aquella fiesta. Eleazar fue a pie junto a su familia, las otras familias de su pueblo, y sus amigos, entre ellos Caleb. Llegaron a Jerusalén la noche del domingo anterior a la semana de Pascua. Había tanta gente como siempre, pero se percibía un ambiente diferente. Había más soldados romanos que de costumbre, más nerviosos de lo habitual, y los judíos parecían intranquilos, unos alegres, otros preocupados, pero todos inquietos. Mientras atravesaba las murallas de la ciudad, Eleazar escuchó una conversación de dos hombres que salían de la ciudad.

—Ese Jesús de Nazaret ha armado un buen revuelo. No creo que los sacerdotes del Templo estén muy contentos.

Eleazar volvió sobre sus pasos e interrogó a los dos hombres. Le contaron que, unas horas antes, Jesús de Nazaret había entrado en Jerusalén montado en un borrico, un gesto simbólico que quería indicar que él era el Mesías que los judíos habían estado esperando durante tanto tiempo. Mucha gente lo vio, y se había armado un tumulto considerable. Al final los soldados habían dispersado a la multitud, y Jesús había desaparecido acompañado por sus seguidores.

—¡Ha estado aquí! —dijo Eleazar cogiendo a Caleb por los hombros—. ¡Está aquí, en Jerusalén!

—¿Quién ha estado aquí? —preguntó Caleb, sorprendido. Ya no recordaba sus excursiones en busca de Jesús.

—¡Jesús! ¡Está aquí, en Jerusalén! ¡Tenemos que encontrarlo!

Dicho y hecho, Eleazar y Caleb se fueron a buscar a Jesús por toda la ciudad. Pero aquello era como encontrar una aguja en un pajar. Había cientos, miles, decenas de miles de peregrinos en Jerusalén y en todas las montañas de los alrededores. ¿Cómo podrían encontrarlo?

A la mañana siguiente, los dos amigos se dirigieron al templo de Yahveh en el monte Moriá. En los grandes patios del templo se celebraba un mercado. Allí podrían comprar un cordero para celebrar la Pascua junto a sus familias y, de paso, echar un vistazo por si Jesús andaba por allí. Cuando llegaron vieron un gran revuelo, muchos soldados, gente hablando a voces y varios puestos de venta de animales para los sacrificios y de cambistas de dinero tirados por el suelo.

Al preguntar a un peregrino qué había pasado, les contó que un galileo llamado Jesús había irrumpido en el mercado acompañado por sus discípulos, había volcado varios puestos e incluso golpeado a un par de vendedores. Se había formado un alboroto considerable. El peregrino les dijo, además, que Jesús había echado en cara a todos los presentes que, en lugar de tratar el templo como una casa de oración, lo hubiesen convertido en una cueva de ladrones.

—¿Y dónde está ahora Jesús? Eleazar ya estaba acostumbrado a recibir siempre la misma respuesta, pero no perdía la esperanza de que, alguna vez, fuese diferente.

—Como comprenderás, no se iba a quedar aquí para que lo detuvieran los soldados romanos o los servidores del Templo —respondió el peregrin—. Estará con los suyos en cualquier otro lugar.

Durante el resto de la semana de Pascua, Eleazar y Caleb no dejaron de buscar a Jesús, pero les fue imposible encontrarlo. Mucha gente a la que preguntaban ni siquiera había oído hablar de él. Otros recordaban su entrada en Jerusalén el domingo anterior o el tumulto en el templo, pero no sabían dónde podría estar. Demasiada gente, demasiados peregrinos, todos iguales y todos desconocidos, demasiados soldados romanos, y ellos solo tenían un nombre, Jesús, Yeshua, muy común entre los judíos.

Cuando finalizaron las celebraciones de Pascua, todos los peregrinos emprendieron el viaje de regreso a sus hogares. Los caminos se llenaron de caravanas de viajeros que hacían el trayecto juntos para protegerse de los salteadores de caminos. Mientras caminaban, Caleb y Eleazar entablaron conversación con Matatías, otro muchacho de su misma edad.

—¿Por qué estáis tan tristes? ¡Vamos! Dentro de un año volveremos a celebrar de nuevo la Pascua —intentó animarlos Matatías.

—No es por eso —respondió Caleb—. Mi amigo Eleazar estaba empeñado en encontrar a un rabino galileo llamado Jesús. Es un gran hombre que proclama que hay que amar a los enemigos. Y dicen que cura a los enfermos. Llevamos años buscándolo y ha sido imposible encontrarlo. Siempre desaparece cinco minutos antes de que nosotros lleguemos.

—¿Jesús? ¡Vaya! —comentó Matatías—. Se llama igual que un alborotador al que crucificaron ayer en Jerusalén. Pero no puede ser el mismo. Este debía ser un criminal muy peligroso. Lo detuvieron de noche y, sin saber muy bien quién lo juzgó, por la mañana ya había sido condenado a muerte y crucificado. Parece que tenían mucha prisa por librarse de ese tipo.

—Tienes razón. No puede ser el mismo Jesús al que estamos buscando nosotros —dijo Eleazar—. Seguiré buscándolo hasta que pueda verlo y hablar con él.

—Bueno, hay muchos predicadores así en esta tierra. No creo que sea tan especial. De todas formas, buena suerte con tu búsqueda —se despidió Matatías.

—Quizás Matatías tenga razón —le dijo Caleb a Eleazar—. Seguro que, dentro de unos meses, ni tú ni nadie se acordará de ese tal Jesús.

 

 

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