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La huerta grande

«Tiempo» Roberto López-Herrero

20 abril, 2020

La luz es intensa. ¿Qué hora es? Demasiado tarde para un día normal, demasiado pronto para todo el alcohol que… Mmm… ¿Cuanto bebí anoche? Creo que brindamos por el año nuevo, pero no estoy muy seguro. Martha no hacía más que sonreírme y Bill hacía lo mismo pero trayendo copas. Ufff… Recuerdo darlo todo bailando una de Earth, Wind and Fire. Ja. Yo. Con lo cursis y horteras que siempre me han parecido. Cierro los ojos. La cabeza me va a estallar. Es una pésima idea empezar el año bebiendo cualquier cosa que te ofrezcan. Este año no bebo. Decidido, nada de alcohol por lo menos hasta marzo.

Nada, no consigo volver a dormir. ¿Habrá alguien más despierto? Miro el reloj. ¿Las cinco y veinte? No, no. No puede ser tan tarde. Observo que el segundero no avanza. Pues vaya inversión de mierda hice. Trescientos dólares tirados a la basura. Bueno, lo mismo es solo la pila…

Me giro y me doy con la nariz contra algo. Ah, es la cama. ¿Dónde he dormido? Mi espalda opina que encima de un montón de piedras. Mi ropa afirma que con ella puesta. Mi vista que en el suelo. Otra noche más.

Martha ha debido verme en un estado lamentable y a estas horas estará en la cama con el tipo ese con pinta de jugador de basket. Así no voy a ligármela en la vida. Bueno, con este ritmo de fiestas tampoco voy a acabar la carrera nunca y ya me han amenazado con dejarme sin beca si no apruebo al menos tres asignaturas.

Le doy la orden a mi cuerpo de levantarse y creo que ha entendido que debo vomitar, porque según me pongo en pie me recorre una arcada. No reconozco la habitación, hay ropas por el suelo y un ventanal enorme que da a una terraza. Lo abro, salgo y arrojo parte del alcohol no digerido por la barandilla.

Joder, estamos en un piso treinta por lo menos.

Me vuelvo a marear.

La luz del sol me molesta mucho.

Deben ser casi las diez de la mañana.

Normal que esté tan jodido. No he debido dormir ni cinco horas.

Todo está en silencio.

El día uno de enero es lo que tiene. Todo es silencio, resaca y tele por cable viendo viejas reposiciones.

Salgo de la terraza por la habitación contigua a donde me he despertado. Es el salón, bien. Tampoco hay nadie. De nuevo ropas por el suelo, ha tenido que ser la fiesta del milenio.

Mierda, no recuerdo nada. Y yo llevo la ropa, con lo que no hace falta ser Sherlock Holmes para deducir que no han contado conmigo.

Recuerdo algo sobre un jacuzzi, eso sí.

Oh, mierda, Martha.

Martha me propuso algo sobre el jacuzzi, pero yo iba tan pedo que ni sé qué demonios le respondí.

Soy idiota.

Bill me lo va a estar echando en cara el resto de mi vida. También tengo la opción de invitar a Bill a Las Vegas, matarlo y enterrar su cuerpo en el desierto, claro.

Tengo muchísima sed.

Deambulo por la casa sin ver a nadie. En la cocina un grifo abierto suelta agua encima de unos vasos de chupito. Lo cierro, rebusco por los armarios hasta que encuentro un vaso de tamaño normal. ¿Qué clase de gente tiene en la cocina solo copas de champán? Desisto, cojo una y me bebo tres llenas de agua. ¿Habrá una aspirina en algún lugar de esta casa? A todas estas, ¿quién era el dueño? Ah, sí. El gilipollas de Theo. «Theodor, por favor». Más estirado y nace sin articulaciones. Eso sí, reconozco que el hijo de puta debe tener pasta para que cualquiera se le abra de patas. No sé si esto es un ático, no lo recuerdo bien. La verdad, después de la cuarta o quinta copa ya no me acuerdo de nada. Un día me revienta el hígado y me muero.

¿De dónde ha salido esta niebla? Joder, no veo nada. Esto es imposible, no surge algo así de la nada. La respiración se me agita, me entra pánico. Grito pero ni siquiera me oigo.

Algo me agarra.

Me suelto y corro.

Choco contra algo.

Joder, tengo miedo a abrir los ojos y estar rodeado por esa bruma densa.

¿Martha?

—Eh, campeón. Cuidado…

—¿Qué ha pasado? —pregunto mirándola a los ojos. Estoy en el suelo. La fiesta sigue. No hay bruma, no hay vacío. Bill se acerca sonriente.

—Tío, eres único montando shows. ¿Qué te has metido?

—¿Yo? Nada, creo…

—¿Estás bien? —la mano de Martha pasa por mi cara. Huele de maravilla y es suave. Mucho.

Asiento y me levanto. Un aplauso recorre el ático de Theo que me hace un brindis con desdén desde una esquina. Ni siendo simpático me resulta así.

Bill me trae otra copa. Whisky con cola, bien. Bebo la mitad de un trago y le hago señas de que me dé un cigarrillo. Salimos a la terraza. La ciudad bulle ahí abajo.

—Me ha pasado algo muy raro.

—Sí, tío. Gritar como un loco y caerse de espaldas no es muy normal.

—No, no… Quiero decir, eso. Ha sido muy extraño. ¿Me has metido algo? No será una gracia tuya, Billy…

—Ni de coña, colega. Todavía recuerdo cómo te pusiste cuando la tarta de marihuana… Paso de estafas, tío.

—Ya… Pues alguien me ha debido meter un tripi o algo porque he flipado.

Bill sacó otros dos cigarrillos.

—Cuéntame, el tío Billy es todo oídos.

—Verás, ha sido como un sueño muy lúcido. Me despertaba aquí pero no había nadie, estaba todo vacío. De hecho, no había nadie por la calle siquiera porque me asomaba a la terraza… ¿De qué coño te ríes?

—«Siquiera»… Jajaja. Nadie habla así, tío.

—Bueno, tú no, desde luego.

—Vale, tío. ¿Y qué más has soñado?

—Lo raro es que no sé si lo he soñado, te lo juro.

Nos quedamos en silencio unos minutos. La música vuelve a atronar cuando Theo sale a la terraza y se nos une con una botella de champán que cuesta más que mi matrícula de la universidad. Por supuesto, la bebe a morro.

—Sois los tíos más aburridos del campus…

—Calla, Theo, coño, que mi colega acaba de pasar por una abducción extraterrestre —dice Billy agarrando la botella y dándole un largo sorbo.

—No jodas. ¿Aquí? ¿En mi humilde morada? ¿Y yo me lo he perdido?

—Déjalo, Theodor —le digo.

—¿Te ha metido una sonda y te ha gustado? —Me restriega por la cara.

—Eh, Theo, no mezcles aquí tus fantasías. —Ahí ha estado rápido Billy, la verdad. Me río. A nuestro anfitrión no le hace gracia, claro. Nos dedica un gesto obsceno y vuelve a su fiesta.

No veo a Billy. Ha debido entrar.

Me acerco a la puerta de la terraza. Está cerrada. Maldito Theo.

No, espera… Otra vez.

No hay nadie. No veo a nadie a través de los cristales. No oigo a nadie. No oigo nada.

Me giro. Miro por la terraza. Nada. No hay movimiento, ni luces, ni nada…

Es como si la ciudad se hubiese apagado, pero es imposible. Hace un minuto, ahí abajo veía pasar coches, veía las luces de los semáforos.

Ahora no. La noche lo invade todo. Sólo la luna ilumina algo.

Tengo frío. Tengo miedo.

¿Qué me está pasando?

A ver, me tengo que tranquilizar.

Respiro hondo. Una, dos, tres veces. Cierro muy fuerte los ojos. Mantengo el aire inspirado y cuento a diez. Lo expulso despacio intentando relajarme a la vez.

Si me han drogado no tiene ni puta gracia. Si ha sido Billy juro que lo mataré, pero si ha sido Theo le haré algo peor.

Abro despacio los ojos.

¿Dónde demonios estoy?

Una sala blanca. Blanca hasta los mínimos detalles.

Estoy en una cama.

Un momento.

Es una cama de un hospital, de esas que tienen como barrotes para que no te caigas.

¿Qué me está ocurriendo, Dios mío?

Estoy atado. No puedo mover las manos ni los pies.

Grito y de nuevo no oigo nada.

No me puedo levantar, no acierto a ver más que el techo.

Una mano suave me toca la cabeza. ¿Es Martha?

Que sea Martha, por favor. Que sea ella, que esto sea una pesadilla o que no me vuelva a ocurrir.

No puedo tragar bien, es como si no tuviera dientes.

No tengo casi fuerza.

Cierro los ojos y lloro.

No sé cuánto tiempo lloro, pero cuando abro los ojos estoy acurrucado en la esquina del aseo.

Oigo la fiesta tras la puerta. Suena Katy Perry con una canción pseudo lésbica que siempre me ha hecho gracia.

A mí lado están Martha y Bill.

—Oye, campeón… ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —me dice ella mientras me acaricia la frente y me retira un mechón del flequillo. Qué suaves son tus manos.

—No, no. Me ha vuelto a pasar.

—¿Qué te ha pasado, colega? —dice Bill.

—Lo mismo de antes. He tenido otro apagón.

—¿Cómo otro? ¿Te había pasado esto? —los ojos de Martha se abren mucho.

—Sí, hace un rato, cuando me he caído de espaldas en la fiesta.

—Tío… No sé qué mierdas te has metido pero es mierda muy chunga…

—No, Billy, no me he puesto. ¡Si vosotros me habéis levantado antes!

—No, acabamos de llegar a la fiesta. Son las nueve…

Miro el reloj. 21.16 marca.

Joder.

No entiendo nada. Algo no va bien.

Me levanto.

Intento una sonrisa, pero Martha y Bill no me siguen el gesto. Debo parecerles un loco. Pues claro, si hasta me lo parezco a mí mismo.

—Chicos, lo siento… No he dormido mucho estos días, los exámenes y eso, ya sabéis.

—Bueno, ya está, campeón. Nos tomamos una copa y… —se pone de puntillas para acercarse a mi oído. —Y después nos metemos tú y yo en un jacuzzi que he visto en la terraza.

El jacuzzi.

Pero eso ya había ocurrido.

Cuando me desperté resacoso ya sabía de la proposición de Martha.

Salimos del baño.

—Eh, tío, este es Theo el de la fiesta.

Me lo vuelven a presentar.

—Theodor, por favor. —Extiende su mano y sé, antes de apretarla, que su saludo es flojo, carente de fuerza.

—Bonito ático. Es un ático, ¿no?

—Es un capricho de mi padre, para que no viva en el campus y me deje influir por la mala vida de los que allí residís —dice pronunciando las eses de una manera muy afectada.

Todo esto ya lo he vivido.

Martha me agarra del brazo y me lleva hasta una barra en el extremo del salón. Un camarero sonriente pregunta qué queremos y antes de que ella pida, me avanzo.

—Dos mojitos, por favor.

—Vaya… ¿Cómo sabías que quería un mojito? —Sonríe y me ilumina. Me quedo mirándola a los ojos. Son los ojos más bonitos del mundo.

—Yo…

No acabo la frase.

Me besa.

Devuelvo el beso y la agarro por la cintura.

Un aplauso recorre la sala.

Cuando separamos nuestros labios ella lleva un vestido claro.

Hay mucha luz.

¿Estamos en la playa?

Martha está diferente, más bella. Se ha dejado crecer el pelo y va descalza.

La voz de Billy retumba.

—¡Vivan los novios!

Me estoy casando con Martha.

No es posible.

Hace un minuto estaba en la fiesta de fin de año y ahora estoy en mi boda.

Suena Earth, Wind and Fire. «Nuestra canción» dice Martha.

Miro alrededor.

Sí, hay invitados.

Están mis padres y mis hermanos.

La madre de Martha también ha venido. A su padre le hubiera encantado esta ceremonia, pero el maldito cáncer se lo llevó muy pronto.

Un momento.

¿Cómo sé eso?

No me importa, sonrío. Ella me coge de la mano. Es muy suave. La levanto y se la beso. Huele a almendras, como siempre.

Está más guapa que nunca.

Soy feliz.

—¿Está sonriendo?

—Sí, señora Grant.

—Llámeme Martha. Mi madre era la señora Grant. Entonces, ¿está mejor?

—No lo voy a dar vanas esperanzas. El cerebro de su padre ha pasado por un apocalipsis, su alzheimer está muy avanzado.

—Pero sonríe y me ha llamado Martha.

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