Nos gusta leer

La huerta grande

«Uno es el otro» Juan Carlos Chirinos

25 marzo, 2020

Una mañana muy temprano, en Salamanca, buscaba una cafetería cómoda, iluminada y con mesas grandes para sentarme, como me gustaba entonces, a leer dos o tres periódicos y desayunar antes de ir a la universidad o a la biblioteca. Cerca del apartamento donde vivía encontré una, Emilio, que era amplia, el sol entraba con alegría y las mesas eran enormes —y casi no había nadie—. Entré pedí un café con leche y un bocadillo y me senté a leer. No le di importancia al hecho de que me tuve que levantar a buscar mi pedido a la barra, pero cuando fui a pagar y le pregunté al señor cuánto le debía, solo obtuve el silencio por respuesta. Volví a preguntar en un tono más alto y tratando de vocalizar lo más lentamente posible, sabedor de que hablo muy rápido y mi acento podía resultar arduo para algunas personas mayores. Pero nada. El señor no me respondía. Opté por sacar un billete de mil pesetas —aún no había llegado el euro— y lo puse en el mostrador. El señor agarró el billete, abrió la caja, sacó monedas y me dio el vuelto en un platico de plástico, como suele hacerse. Pero ni me miró ni me dijo ni . Al fondo, desde la cocina, una señora me miraba, desconfiada.

«¿Así es la vaina? ¿Como que no les gusta el estudiante sudaca?», me dije, «ahora sí se jodieron de verdad. Si no les gusta la sopa, les voy a dar tres tazas», concluí divertido, vengativo, indignado y malicioso.

Desde ese día mi visita era puntual: de lunes a sábado me iba al Emilio y me instalaba, en el silencio absoluto, a leer mis periódicos y a desayunar. Era como estar en una biblioteca, pero comiendo. Ni el señor ni la señora me hablaban. Me atendían con diligencia; pero contacto visual o palabra amable, ni una sola vez.

Hasta ese día.

Iba yo con mis periódicos y mi mochila hacia mi bar xenófobo favorito y, antes de entrar, algo me olió raro, pero no le di importancia. Seguí adelante, dispuesto a pasar la mañana con mis silenciosos anfitriones, cuando para mi sorpresa la señora, que estaba en la barra, me recibió con un

—¡Hola!,

lleno de felicidad y gozo. Por supuesto, casi me desmayo. ¿Qué había hecho yo, si esa señora hasta entonces solo me había mirado de lejos y ahora me saludaba como la antigua pana de toda la vida? ¿Nos estábamos volviendo locos o qué?

Entré a la cafetería y descubrí la razón de mi cambio de estatus: sentados en una mesa, un poco incómodos, estaban los miembros de una familia de turistas: mamá, papá, tres hijos, cuñada o hermana, y abuela.

La señora de la cafetería, mi nueva amiga, temblaba. Las señoras de la mesa me miraron, quizá avergonzadas.

Mi (nueva) amiga de la cafetería se acercó a ellas y trató de… pero nada, las clientas hablaban en francés, no se les entendía ni papa, porque además era un francés muy raro… y encima, esos vestidos naranjas, largos y extraños, ese pequeño círculo que cada una llevaba pegado en la frente, esos collares… y el color, todos ellos eran de cobre… ¡es que eran de la India!

«¡Gente más rara que yo!», pensé.

Y, bueno, así fue cómo, de un momento a otro, pasé de estar en el lugar del ajeno, del forastero, del foráneo, para integrarme en «lo mismo», en el «nosotros», en «la gente de aquí». Amanece, que no es poco, como mínimo.

Porque en ese momento yo era extranjero, pero no tan extranjero como estos otros, que ni normal hablaban.

Pero era su extranjero, el de ellos, el de todos los días por la mañana; que es como decir que ya era de la familia.

O puede ser que todos, en el planeta, seamos siempre extraños para los otros.

Hasta que nos conocen.

Y sabemos que uno siempre es el otro.

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