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La huerta grande

«Vidas disueltas» Patrick Rosas

4 mayo, 2020

I

El aire despertó un instante del sueño pesado al que lo condenaba el recinto. Una ráfaga nos golpeó la cara. Arrastraba olor a podre, un relente dulzón, inesperado. Alguien se tapó la nariz con la mano. Otros dijeron «Mierda» entredientes. Todos permanecimos de pie, con los brazos pegados a la cintura, incapaces de movernos o de respirar. Afuera seguía siendo de día, seguramente. Pero allí dentro reinaba una penumbra incomprensible, pues los hombres habían encendido las luces de ese antro hermético, para que pudiésemos apreciar el espectáculo, supongo. Nos guardaron allí un buen momento. Cuando nos trasladaron ya no nos temblaban las rodillas. Era peor. Ya no teníamos piernas. El miedo nos las había devorado. A la mañana siguiente nos fueron llamando uno por uno.

 

II

La música volvió a sonar. Al comienzo era un rumor que atravesaba a duras penas la espesa pared de piedra. Mas pronto nos clavó sus terribles agujas en los tímpanos. Creímos que se nos iban a reventar. Cuando tratamos de protegernos las orejas con las manos, nos pareció escuchar bajo el barullo unos lamentos desgarradores y, cuantas veces el sonido bajaba de intensidad, unos aullidos que alguien comparó con terror con los de un cerdo cuando lo castran. Imposible es saber cuánto duró la tarantella. Al otro lado de la pared, el o los hombres que manipulaban el tocadiscos puso otra canción, más estridente todavía. La música cesó de pronto, antes de que llegáramos a contar hasta trescientos. Y entonces, simultáneamente, alguien apagó la luz desde fuera y nos dejó a oscuras en el recinto exiguo donde estábamos hacinados. Hacía más calor que en plena canícula pese a ser ya invierno. Esa tarde, alguien había dicho que afuera no pararía de nevar hasta el fin de semana.

 

III

Murmullos. La penumbra sería total si, por la rendija de la puerta, no entrara una luz blanca, mortecina. En la lejanía se oyen los ladridos de unos perros, que alguien ha tomado por aullidos de lobos hambrientos. No los hay por aquí, que sepamos. Estamos inmovilizados en los catres de campaña. Hay que aguantar hasta la mañana si queremos satisfacer alguna necesidad fisiológica. Los que no se aguantan se hacen sobre sí mismos y el recinto se impregna de un vaho insoportable. No dudo que, si tuviésemos las manos libres, por así decir, les haríamos pagar caro su incontinencia. Esta tarde, uno de los recién llegados extrajo un juego de ajedrez que había escondido en los bolsillos. Cuatro o cinco quisieron jugar con él -para matar el tiempo, dijeron; como si no fuera al revés, como si no fuera el tiempo lo que nos mata-, pero el recién llegado no aceptó. Sin decir palabra, defendió su tablero con el ardor de un niño que defendiera su pelota en el jardín público. Por fin, entabló una partida con uno que lo seguía como su sombra. Llegado su turno, la sombra le pedía al recién llegado que le sugiriese una jugada. El recién llegado movía las piezas del otro. Jugaba solo, a lo mejor una partida que conocía de memoria. Todos dimos patadas a las piezas y las dispersamos por el suelo de cemento. Eran modestas piezas de baquelita. Al rey y a la reina les arrancamos las cabezas. Así sería imposible distinguir al uno de la otra. El recién llegado no volverá a jugar nunca más.

 

IV

Durante el verano nos encadenaron a una plataforma expuesta a un viento de plomo fundido. Estábamos obligados a mirar fijamente el sol, sin cerrar los ojos una sola vez y cada mínimo pestañeo nuestro activaba una alarma instalada -afirmaban algunos, horrorizados- en nuestros propios oídos. No tardamos en ser atormentados por un rayo que nos atravesaba los sesos. Los frágiles, y éramos muchos, nos pusimos a aullar de dolor, sin por ello atrevernos a cerrar los párpados. Los más fuertes, y éramos un puñado, nos comimos nuestro sufrimiento, multiplicando así la intensidad del suplicio. Fuera de la plataforma (no es posible precisar dónde, si encima, debajo o detrás; delante era imposible pues solo estaba el mar, un mar tan bello que nos hubiéramos ahogado en él gustosos) resonaban unas risas de mujer; un grupo no muy numeroso, tal vez una media docena. Mujeres despreocupadas, alegres, ajenas por completo a nuestra tragedia. Cuando el sol se inclinó (algunos nos figuramos que el astro nos decía adiós) nos trasladaron de nuevo al recinto. Fuimos arrojados unos sobre otros, como ganado muerto en un vagón de carga. Nuestro número había crecido pese a la alta tasa de mortandad. Nadie supo en qué momento había ocurrido el desastroso milagro. Éramos más, muchos más, eso era todo. Y el espacio del recinto se había reducido proporcionalmente. Algunos estábamos acostados sobre un colchón de huesos agonizantes.

 

V

Sabíamos que alguna vez, en algún momento más y más remoto, hubo un principio para esto. Nadie sabía, sin embargo, si habría un final; si por lo menos la muerte llegaría por fin a rescatarnos. Nuestras condiciones de existencia empeoraban sin que nos diéramos cuenta. Siempre se puede estar peor. He aquí una de las lecciones que nos ha aportado, en carne propia, el encierro. Solo de cuando en cuando, por alguna razón cuya obviedad se nos escapaba, el empeoramiento de nuestra situación se nos imponía con la evidencia maligna de una ponzoña que nos descompusiera de pronto. Indecoroso sería afirmar nuestra existencia como una certidumbre en estas condiciones. Cabría, mejor, preguntarnos si existimos. ¿Somos aún? Estamos todavía aquí, esta es nuestra única certidumbre. Ni siquiera podemos explicar qué es, exactamente, este aquí al que hacemos alusión en nuestro delirio para seguir creyendo que aún estamos vivos.

 

 

(Vidas disueltas forma parte de la novela Inolvidablemente publicada en 2011 en su Serie Ficciones por la Editorial Universitaria—Universidad Ricardo Palma, de Lima, Perú. De su autor, Patrick Rosas, la editorial La Huerta Grande ha publicado en 2017 la novela El año de Los Saicos).

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