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La huerta grande

«Ausencia de ciprés» Graciela Rodríguez Alonso

26 noviembre, 2019

«Hay que acostumbrarse a vivir como un árbol», dejó escrito Próspero Mérimée en su Correspondencia, nada menos que diecisiete volúmenes de cartas. Yo supe de sus palabras gracias a Memoria de chica, de Annie Ernaux, y me quedé atrapada en esa frase que difumina la frontera entre vida animal y vida vegetal, que nos enfrenta a lo tan cercano y abundante pero ignorado —quizás por su proximidad silenciosa: trescientos mil árboles en las calles de Madrid, cientos de miles más en sus parques—, y recomienda acostumbrarse a otra vida de otro reino que no es el nuestro y nos arrastra desde el acostumbrarse tan humano hasta… ¿dónde?

¿Cómo vive un árbol? ¿Resignado: no hay nada que hacer? ¿Tozudo: yo de aquí no me muevo? ¿Desganado: ya veo desde aquí todo lo que quiero ver? ¿Orgulloso: no hay raíces como las mías? ¿A lo loco las ramas al viento? ¿Desesperado entre extraños?

Una mañana muy temprano en el Parque del Retiro vi a una mujer abrazarse a un inmenso castaño y permanecer así, la cabeza apoyada sobre la corteza viva que ella rodeaba con sus brazos, entregada a la unión silenciosa con el árbol que se ofrecía sin más. Dos amantes que se encuentran al cabo de los años. O tal vez dos amigos que se despiden, o una madre que consuela a su hijo.  Hay un árbol, un castaño entre miles, que sabe lo que es recibir un abrazo. Hay una mujer, entre millones de mujeres, que acude a él cuando lo necesita. O tal vez piensa, la mujer, que es el árbol el que está muy solo. Dos desconocidos acostumbrándose a vivir en esa hora en la que el sol comienza muy levemente a brillar desde detrás del horizonte.

¿Cómo vive un árbol? Ahí fuera. A merced de los hados. Bajo una lluvia salvadora o bajo un sol vengativo. Cubierto por la nieve o acariciado por la brisa o vapuleado por vientos mitológicos. Amarrado a un pedazo de tierra, hunde sus raíces para buscar alimento, extiende sus ramas ávidas para robar la energía del sol. Hijo de la tierra que lo alimenta, madre tierra cada vez más escasa, oculta, enterrada bajo asfalto, aceras, edificios, cemento, basura. En un entorno agresivo el árbol, maltratado a ras de suelo, da cobijo a las aves, alberga sus nidos, regala belleza y sombra y oxígeno a los paseantes. Respiramos, en parte, aire de árbol.

Entonces, ¿no soy ya un poco árbol?

A los pocos días de leer a Merimée (en Arnaux), encontré una fotografía del Pino de Béjar, de Darío de Regoyos. Me atrapó su serenidad deslumbrante, el cielo que envuelve sus ramas repletas de luz, ¡ramas prietas que tocan el cielo!, la huerta delicada que crece a sus pies, la sombra de tronco y ramas que reposa tendida encima del muro de piedra, su copa que se eleva poderosa sobre las montañas cubiertas de nieve, muy lejos, allá en el fondo, como para abarcar desde la altura la chopera de color oro que se extiende  desde la huertecilla hasta la lejana sierra, anhelando tal vez la frescura del río azul que recorre la falda de las montañas, allá a lo lejos. Recorté la fotografía del pino y la pegué en mi cuaderno. Me parecía que había encontrado el árbol que yo podría ser si decidiera acostumbrarme a vivir como un árbol: sí, elegiría la vida del pino de Béjar con su cielo de otro tiempo —un cielo de la niñez—su huerta, sus montes nevados, su bosque de oro y su río de códice medieval.

¿Dejan huella los árboles como Mérimée, con su Carmen, y con su correspondencia que nos llega desde el siglo xix?

El temporal destructivo del pasado verano arrancó de la tierra del patio un gigantesco ciprés siempre verde y lleno de frutos, al que había visto crecer, dejando sin nido ni refugio nocturno a cientos de aves que en é vivían y cuyo canto me despertaba cada amanecer. A la mañana siguiente el mundo fue otro. Caí en la cuenta de cómo el acostumbrarse puede conducirnos al dar por hecho. El canto que me despertó durante años, en un instante se convirtió en silencio. Ausencia de ciprés. Un silencio que pesa.

Me acuerdo de pronto de Cósimo, el barón rampante, que trasladó su vida a las copas de los árboles, de donde ya nunca bajó. Si yo me acostumbro como él a la vida arbórea, tal vez me ocurra lo que a los vencejos: una vez que abandonan el nido y emprenden el vuelo, no regresan a la tierra.

De no ser por Mérimée y Ernaux, que enredaron mi pensamiento con el «acostúmbrate a ser como un árbol, nunca hubiera soñado con ser ni pino ni ciprés. De no ser por Calvino (Italo) nunca hubiera sabido lo que escuchaba Cósimo: «…cómo la madera almacena sus células en los círculos que marcan los años en el interior de los troncos, cómo los mohos aumentan su mancha con el cierzo, y con un estremecimiento los pájaros dormidos dentro del nido esconden la cabeza donde es más blanda la pluma del ala, y se despierta la oruga, y se abre el huevo del alcaudón Exactamente lo mismo debía de escuchar mi ciprés. Y me pregunto si no será todo esto, el crecimiento de las células, el paso del tiempo, los mohos aventados, el roce de las plumas de los pájaros, el despertar de la oruga y el nacimiento del alcaudón, lo que abraza esa mujer que rodea el tronco de un castaño a esa hora en la que nace la luz.

Publicaciones de Graciela Rodríguez Alonso:

https://www.lahuertagrande.com/publicacion/cartas-de-los-hombres/

https://www.lahuertagrande.com/publicacion/le-epopeya-de-las-mujeres/

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